EL RÉGIMEN DE PROMOCIÓN DE INVERSIONES HIDROCARBURÍFERAS EN EL CONTEXTO DE LA TRANSICIÓN

*Artículo publicado en el informe «El rol del Congreso de la Nación en la descarbonización de la economía y la adaptación al cambio climático» del Círculo de Políticas Ambientales.

El 21 de septiembre pasado el Gobierno nacional presentó un régimen de promoción a las inversiones para el sector hidrocarburífero por 20 años que otorga estabilidad tributaria federal y un conjunto de incentivos o tratamientos diferenciales tributarios, arancelarios y cambiarios a sus beneficiarios. Son objeto de la promoción la explotación de gas y petróleo -tanto convencional como no convencional-, las cuencas off shore, así como los proyectos de industrialización y de distribución de derivados.

Más allá de las consideraciones sobre las fortalezas o debilidades que este régimen pueda ofrecer para movilizar efectivamente las inversiones, debemos analizarlo en virtud de sus posibles implicancias climáticas.

Como ocurre con toda medida que busque intervenir en el sector de la energía hoy en día, es necesario evaluarla en el contexto de la llamada “transición energética”. El mundo se encuentra actualmente en un proceso de adopción de programas de descarbonización con plazos bastante perentorios, que consisten en planificar el desplazamiento de los combustibles fósiles por energías limpias a lo largo de esta primera mitad del siglo. Nuestro país también es parte de ese proceso, ya que ha asumido el compromiso de alcanzar la neutralidad de emisiones para 2050.

Sin embargo, en este caso se vuelve a establecer una reforma del marco normativo en el rubro energético sin una alineación con la política climática. Algo similar ocurrió cuando se impulsó la reforma a la ley de biocombustibles: no hubo una lógica entre la modificación aprobada en el Congreso de la Nación y los objetivos climáticos anunciados internacionalmente por el país.

 Recordemos que las metas climáticas nacionales (reducciones de emisiones de GEI que se establecieron recientemente) proponen una estabilización de emisiones durante esta década y una caída muy pronunciada luego, hasta lograr la neutralidad de emisiones para el 2050. Estas medidas están formalizadas desde finales del 2020. La comunidad internacional ha reconocido esos anuncios como positivos.

Claramente, la “Ley de hidrocarburos” no está integrada en una hoja de ruta de transición hacia esos objetivos. Por supuesto que se pueden promover inversiones en el sector fósil, pero éstas deben poder orientarse de manera coherente por las metas de reducción de emisiones de GEI del sector energético.

Al no establecer una hoja de ruta para la transición energética, la Ley de hidrocarburos” genera innumerables incertidumbres. Al no establecerse un marco de acción con un horizonte claro, no sólo se debilita la credibilidad de los objetivos nacionales de largo plazo, sino que además difícilmente se logre el objetivo buscado de corto: despertar interés en el sector.

El modo más económico para que las nuevas tecnologías de bajas emisiones puedan ir ingresando al mercado de la energía es eliminando progresivamente los subsidios distorsivos que hoy favorecen a los hidrocarburos. En la Argentina existen numerosos mecanismos de subsidios a los fósiles dentro de un sector energético extremadamente intervenido por el Estado. El proyecto presentado por el Poder Ejecutivo profundiza aún más esa situación, ya que aumenta beneficios fiscales para el sector de los hidrocarburos sin que quede claro cuál es su beneficio social. ¿Para qué profundizar un sistema de subsidios pro-fósiles si ese es el camino que hay que desandar?

Los especialistas y la industria no le han otorgado ninguna expectativa favorable a la propuesta, más aún, la cuestionan por favorecer puntualmente a una única empresa. Según un reciente informe elaborado por la Fundación Alem “El régimen de cancelación (de impuestos) para grandes inversores hidrocarburíferos (REICH), encubriría en realidad un salvataje impositivo a la empresa YPF, en principio la única que cumple las condiciones del proyecto”.

Por otro lado, el proyecto de ley desnaturaliza el impuesto al dióxido de carbono (CO2), ya que dejará de tener una base fija de cálculo asociada al valor que se le asigna a la tonelada de CO2, por el que cada combustible tributa según su con[1]tenido en las emisiones. Al contrario, el proyecto plantea que el impuesto sea un porcentaje del valor de venta del combustible.

La base de cálculo del impuesto al CO2 quedó en 10 dólares la tonelada, tal como se estableció cuando se lo introdujo en 2017. Ese valor hoy debería llevarse a 25 dólares como mínimo, acorde a los valores internacionales recomendados. En lugar de actualizar el impuesto se optó por quitarle el valor de referencia, lo que hará imposible establecer una comparación entre los esquemas de carbon tariff que se implementan en nuestra región y en el resto del mundo.

El impuesto al CO2, si bien tiene un resultado recaudatorio, es una herramienta para enviar una señal de precios en el sector energético. A nivel global, se procura que esa penalización a las emisiones se generalice, y que el comercio internacional evolucione al punto de poder registrar compatibilidades entre los mercados al penalizar sus emisiones. Con este proyecto, y para hacer más compleja la situación aún, las empresas beneficiarias de este nuevo régimen quedan eximidas del impuesto, con lo cual no todas las “emisiones” pagarán el impuesto al CO2. Más aún, recordemos que el actual impuesto no incluye al gas natural.

Para alinear el proyecto de ley con una política de transición energética, la única modificación válida sería incluir al gas natural entre los combustibles alcanzados por este tributo, combustible que fue excluido al momento de aprobarse la ley en 2017.

Un proyecto de ley como el que estamos analizando no debería estar escindido del análisis y de la estrategia que otras áreas del Gobierno están desarrollando en torno al objetivo climático argentino para 2050. Este compromiso de largo plazo fue anunciado en 2020 y debería ser presentado dentro de pocas semanas en la COP26 en Glasgow. Una hoja de ruta de descarbonización para 2050 debería actuar como marco de referencia obligado para cualquier proyecto sectorial que involucre inversiones de largo plazo.

La pregunta que surge aquí es: ¿El proyecto de hidrocarburos enviado al Congreso de la Nación fue diseñado teniendo en cuenta que en 20 años no se consumirá más petróleo y gas? ¿Durante los 20 años del régimen de promoción que se propone, se asume que el consumo cae en picada año a año?

Sea cual fuere la evolución del suministro energético, la neutralidad de emisiones para 2050 nos conducirá a reducir a cero el consumo de hidrocarburos para esa fecha o antes, como en el ejemplo antes citado. Con tal restricción podemos ver que es bastante sencillo estimar cuál será la cantidad de gas y petróleo que vamos a utilizar desde ahora hasta el 2050.

Eso ayudaría a definir bastante bien la demanda interna hasta 2050, nuestras posibilidades de exportación durante ese tiempo, qué tipo de inversiones se podrán desarrollar y qué infraestructura sería necesaria y cuál no. Ya no hay demasiado margen para la improvisación ni para impulsar proyectos sectoriales por fuera de una estrategia nacional de descarbonización.

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